Entendemos que escribir es un acto pecaminoso.
-Augusto Monterroso-

jueves, 3 de junio de 2010

El primer dios

qué presurosa corre, qué secreta
a su fin nuestra edad. A quien lo duda,
fiera que sea de razón desnuda,
cada sol repetido es un cometa.
—Luis de Góngora—

Yo que soy el que ahora está cantando.
Seré mañana el misterioso, el muerto,
el morador de un mágico y desierto
orbe sin antes ni después ni cuándo.
—Jorge Luis Borges—

Tisbea. —La noche del puente en primavera es hermosa como un barco en su última noche antes de arribar a puerto conocido, avanza, la noche del puente en primavera, con la misma gozosa demora.
La muñeca de papel. —Es una noche dorada.
Tisbea. —Huele bien. Huele tan bien como ese cuello que recuerdo. El olor es dulce y transparente, como el sabor de aquel aliento que me llena los suspiros de nostalgia.
La muñeca de papel. —¿Qué es el pasado más que un almacén en la memoria, una luz de estrella muerta o un fantasma?
Tisbea. —Mi habitación embalsamada.
La muñeca de papel. —Mucho más que eso, Tisbea. El pasado también es un camino hacia el futuro, ¿lo recuerdas? La memoria del pasado puede ser una ventana abierta hacia lo que se puede volver a comprender. ¿Puedo contarte una historia?
Tisbea. —La noche está vestida de una miel que no puedo compartir contigo. Cuéntame una historia distinta, una historia que amaine el furor de mi añoranza.

Ese ardiente olor vegetal de primavera me hizo recordar que, hacía tiempo, una ballena enorme había hecho de mí un Jonás para navegar a cielo abierto, haciendo un mar de cada nube, y llevarme de regreso a casa. Allí, aquel día eran las diez de la noche pero el reloj digital de la pantalla me recordaba que en mi pequeña casa de la Ribera del Puente, al otro lado del agua, había ya entrado el viernes y eran las cinco de la mañana.

Tisbea. —Así retozan el espacio y el tiempo haciéndonos creer que es posible pensar el “presente” con alguna lucidez.

Mientras te escribía una carta, yo pensaba que si el tiempo en el que yo escribía tú lo habías vivido siete horas atrás, eso significaba que mi presente y tu pasado sucedían de manera simultánea.

Tisbea. —¿Has escuchado que las estrellas cuyo fulgor enumeramos cada noche emitieron esos rayos hace miles de años? Qué irónica es la luz de las estrellas apagadas.
La muñeca de papel. —Nuestro presente es el pasado de las estrellas igual que, en aquel momento, tu presente sería mi futuro (yo, todavía a esa hora, esperaba que llegara el mismo viernes a las cinco de la mañana en el que tú dormías o soñabas).
Tisbea. —Tiempo. Me cuesta imaginar una entidad más impensable. Cronos: el primer dios. Tal vez el único.

Yo escribía a esa hora de la noche en que las cigarras cantan. Una salamandra diminuta, de ojillos como cabezas de alfiler, vigilaba todos mis movimientos desde su escondite. Cuando se dio cuenta de que yo le devolvía la mirada, levantó su cabeza, desafiándome. Seguí escribiendo y el golpeteo del teclado la hizo moverse lejos de mí, la hizo apurar su recorrido dejándome hundida en la húmeda soledad tropical de la sombra que, en mitad de la sombra, hacían sobre mi ventana los árboles más grandes. El tiempo de la salamandra era distinto al mío, aunque yo no sabía si las salamandras llevaban reloj en algún lugar de su instinto o de su conciencia.

En aquella esquina del mundo, el tiempo sucedía de manera vertiginosa. El día a día solía estar lleno de episodios que desbordaban la capacidad de aprehensión. Había mucho color por todas partes, a pesar de que las cosas ocurrían con una dimensión de catástrofe que hacía difícil insistir en el análisis metódico para explicar los acontecimientos. Un día, por ejemplo, nos sorprendió el rumor de que algo grave estaba pasando. Todos los teléfonos empezaron a tronar su coro de disonancias enloquecedoras. Nos fue difícil atender a las muchas llamadas. Al colgar, los habitantes del lugar nos habíamos enterado de lo mismo: era urgente encender el televisor porque informaban que, para algunos, la cuenta de las horas terminaba. Un terremoto sentido en Lima (7.5 grados en la escala de Richter) y sucedido sin causar daños materiales o personales —sólo si tenemos en cuenta que el terror que inspira Gea bailoteando a nuestros pies no califica como “daño personal”—, había disparado los sensores que predecían el levantamiento de las aguas.

El noticiero hablaba de tsunami: el movimiento de las placas tectónicas debajo del Océano Pacífico había provocado olas gigantescas, indiferentes a la fragilidad de la tierra hacia la que se dirigían con estrépito. «La gota que horada la roca», yo pensaba, mientras que no podía (nadie podía) desprenderme (desprenderse) de la pantallita escandalosa, con el presidente de la república haciendo anuncios de alerta naranja y recomendando, mediante un comunicado oficial, la evacuación total de Tumaco y de Buenaventura (dos ciudades puerto en la costa pacífica colombiana).

Media hora más tarde todos seguíamos esperando lo que nadie podía evitar.

La situación era risible: millones de televidentes ante el rectángulo catódico aguardando —con resignación y extrañeza— el rugido de las olas que vendrían a devorarlos.

Cuarenta y cinco minutos más tarde el mar se había cansado de crecer y los habitantes del pacífico se dirigían a sus camas, aliviados. Diez minutos antes yo había decidido retirarme a mi habitación a leer pero, en lugar de abrir el libro, me había quedando mirando el contorno, oscuro sobre la noche, de las montañas. «Como olas», pensé. «Poseidón» pensé.

Y, justo en ese instante, la vida se llenó: las cigarras cantaban. La espera de aquello a lo que temía había puesto todo el futuro en un filo y, por tanto, había afinado mi capacidad de audición hasta el límite de lo inaudible: las salamandras cantaban, el paso del tiempo —segundo a segundo— también cantaba. Sacudí de mi mejilla un rastro de agua. «Poseidón», pensé, antes de quedarme dormida y empezar a soñar con extraterrestres.

A la una de la madrugada la tierra bailó debajo de mi cama. Me desperté sin miedo. Faltaban sólo cinco horas para que otro sol, nuestra estrella viva, alumbrara.

Tisbea. —Cuando añoro tanto su voz, como esta noche, siento que el tiempo se me llena de grietas, Cataluna. También la sombra dorada de la noche en primavera, se queda toda agrietada.
La muñeca de papel. —Tus grietas de tiempo y mis copas rebosantes de burbujas de inmediatez, ¿cómo se enlazan?
Tisbea. —¿Alguna vez has escuchado que, a la velocidad de la luz, el tiempo se dilata y, entonces, todo se “detiene” porque un segundo dilatado dura mucho más que un segundo?
La muñeca de papel. —La Tierra es un punto invisible para un ojo situado en el centro de la Vía Láctea. Grietas y burbujas son expresiones distintas del mismo desconcierto: tiempo: me cuesta imaginar una entidad más impensable.

Resiste tu desierto, Tisbea, resiste el dorado fulgor de tu añoranza. Afina tu oído, Tisbea, y escucha la lentitud de todo lo que se mueve sin notarse.

CGG-H
(Salamanca, 3-06-10)

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