Entendemos que escribir es un acto pecaminoso.
-Augusto Monterroso-

jueves, 3 de junio de 2010

El primer dios

qué presurosa corre, qué secreta
a su fin nuestra edad. A quien lo duda,
fiera que sea de razón desnuda,
cada sol repetido es un cometa.
—Luis de Góngora—

Yo que soy el que ahora está cantando.
Seré mañana el misterioso, el muerto,
el morador de un mágico y desierto
orbe sin antes ni después ni cuándo.
—Jorge Luis Borges—

Tisbea. —La noche del puente en primavera es hermosa como un barco en su última noche antes de arribar a puerto conocido, avanza, la noche del puente en primavera, con la misma gozosa demora.
La muñeca de papel. —Es una noche dorada.
Tisbea. —Huele bien. Huele tan bien como ese cuello que recuerdo. El olor es dulce y transparente, como el sabor de aquel aliento que me llena los suspiros de nostalgia.
La muñeca de papel. —¿Qué es el pasado más que un almacén en la memoria, una luz de estrella muerta o un fantasma?
Tisbea. —Mi habitación embalsamada.
La muñeca de papel. —Mucho más que eso, Tisbea. El pasado también es un camino hacia el futuro, ¿lo recuerdas? La memoria del pasado puede ser una ventana abierta hacia lo que se puede volver a comprender. ¿Puedo contarte una historia?
Tisbea. —La noche está vestida de una miel que no puedo compartir contigo. Cuéntame una historia distinta, una historia que amaine el furor de mi añoranza.

Ese ardiente olor vegetal de primavera me hizo recordar que, hacía tiempo, una ballena enorme había hecho de mí un Jonás para navegar a cielo abierto, haciendo un mar de cada nube, y llevarme de regreso a casa. Allí, aquel día eran las diez de la noche pero el reloj digital de la pantalla me recordaba que en mi pequeña casa de la Ribera del Puente, al otro lado del agua, había ya entrado el viernes y eran las cinco de la mañana.

Tisbea. —Así retozan el espacio y el tiempo haciéndonos creer que es posible pensar el “presente” con alguna lucidez.

Mientras te escribía una carta, yo pensaba que si el tiempo en el que yo escribía tú lo habías vivido siete horas atrás, eso significaba que mi presente y tu pasado sucedían de manera simultánea.

Tisbea. —¿Has escuchado que las estrellas cuyo fulgor enumeramos cada noche emitieron esos rayos hace miles de años? Qué irónica es la luz de las estrellas apagadas.
La muñeca de papel. —Nuestro presente es el pasado de las estrellas igual que, en aquel momento, tu presente sería mi futuro (yo, todavía a esa hora, esperaba que llegara el mismo viernes a las cinco de la mañana en el que tú dormías o soñabas).
Tisbea. —Tiempo. Me cuesta imaginar una entidad más impensable. Cronos: el primer dios. Tal vez el único.

Yo escribía a esa hora de la noche en que las cigarras cantan. Una salamandra diminuta, de ojillos como cabezas de alfiler, vigilaba todos mis movimientos desde su escondite. Cuando se dio cuenta de que yo le devolvía la mirada, levantó su cabeza, desafiándome. Seguí escribiendo y el golpeteo del teclado la hizo moverse lejos de mí, la hizo apurar su recorrido dejándome hundida en la húmeda soledad tropical de la sombra que, en mitad de la sombra, hacían sobre mi ventana los árboles más grandes. El tiempo de la salamandra era distinto al mío, aunque yo no sabía si las salamandras llevaban reloj en algún lugar de su instinto o de su conciencia.

En aquella esquina del mundo, el tiempo sucedía de manera vertiginosa. El día a día solía estar lleno de episodios que desbordaban la capacidad de aprehensión. Había mucho color por todas partes, a pesar de que las cosas ocurrían con una dimensión de catástrofe que hacía difícil insistir en el análisis metódico para explicar los acontecimientos. Un día, por ejemplo, nos sorprendió el rumor de que algo grave estaba pasando. Todos los teléfonos empezaron a tronar su coro de disonancias enloquecedoras. Nos fue difícil atender a las muchas llamadas. Al colgar, los habitantes del lugar nos habíamos enterado de lo mismo: era urgente encender el televisor porque informaban que, para algunos, la cuenta de las horas terminaba. Un terremoto sentido en Lima (7.5 grados en la escala de Richter) y sucedido sin causar daños materiales o personales —sólo si tenemos en cuenta que el terror que inspira Gea bailoteando a nuestros pies no califica como “daño personal”—, había disparado los sensores que predecían el levantamiento de las aguas.

El noticiero hablaba de tsunami: el movimiento de las placas tectónicas debajo del Océano Pacífico había provocado olas gigantescas, indiferentes a la fragilidad de la tierra hacia la que se dirigían con estrépito. «La gota que horada la roca», yo pensaba, mientras que no podía (nadie podía) desprenderme (desprenderse) de la pantallita escandalosa, con el presidente de la república haciendo anuncios de alerta naranja y recomendando, mediante un comunicado oficial, la evacuación total de Tumaco y de Buenaventura (dos ciudades puerto en la costa pacífica colombiana).

Media hora más tarde todos seguíamos esperando lo que nadie podía evitar.

La situación era risible: millones de televidentes ante el rectángulo catódico aguardando —con resignación y extrañeza— el rugido de las olas que vendrían a devorarlos.

Cuarenta y cinco minutos más tarde el mar se había cansado de crecer y los habitantes del pacífico se dirigían a sus camas, aliviados. Diez minutos antes yo había decidido retirarme a mi habitación a leer pero, en lugar de abrir el libro, me había quedando mirando el contorno, oscuro sobre la noche, de las montañas. «Como olas», pensé. «Poseidón» pensé.

Y, justo en ese instante, la vida se llenó: las cigarras cantaban. La espera de aquello a lo que temía había puesto todo el futuro en un filo y, por tanto, había afinado mi capacidad de audición hasta el límite de lo inaudible: las salamandras cantaban, el paso del tiempo —segundo a segundo— también cantaba. Sacudí de mi mejilla un rastro de agua. «Poseidón», pensé, antes de quedarme dormida y empezar a soñar con extraterrestres.

A la una de la madrugada la tierra bailó debajo de mi cama. Me desperté sin miedo. Faltaban sólo cinco horas para que otro sol, nuestra estrella viva, alumbrara.

Tisbea. —Cuando añoro tanto su voz, como esta noche, siento que el tiempo se me llena de grietas, Cataluna. También la sombra dorada de la noche en primavera, se queda toda agrietada.
La muñeca de papel. —Tus grietas de tiempo y mis copas rebosantes de burbujas de inmediatez, ¿cómo se enlazan?
Tisbea. —¿Alguna vez has escuchado que, a la velocidad de la luz, el tiempo se dilata y, entonces, todo se “detiene” porque un segundo dilatado dura mucho más que un segundo?
La muñeca de papel. —La Tierra es un punto invisible para un ojo situado en el centro de la Vía Láctea. Grietas y burbujas son expresiones distintas del mismo desconcierto: tiempo: me cuesta imaginar una entidad más impensable.

Resiste tu desierto, Tisbea, resiste el dorado fulgor de tu añoranza. Afina tu oído, Tisbea, y escucha la lentitud de todo lo que se mueve sin notarse.

CGG-H
(Salamanca, 3-06-10)

jueves, 27 de mayo de 2010

Bruma quebrada

y el temor de haber sido y un futuro terror…
—Rubén Darío—


¿Cómo entrar en tu alma rompiendo sus hielos?
¿Cómo hacerte sentir para siempre vencida la muerte?
¿Cómo ahondar en tu invierno, llevar a tu noche la luna,
poner en tu oscura tristeza la lumbre celeste?
—José Hierro—

[La mano de un observador extradiegético ha consignado en el cuaderno de notas las siguientes palabras]:

Son las seis de la tarde. Tisbea ha acudido, con nerviosa prontitud, a su primera entrevista “verdadera” con el grupo de científicos. Una vez sentada —su perfil recortado sobre la luz que cae a raudales por la ventana—, ha enlazado sus manos para disimular el ligero temblor que delata su timidez. La mesa es perfectamente circular y evita, de antemano, cualquier atisbo de distribución jerárquica. En el centro de ese círculo de madera hay un aparato de grabación de voz. Esta entrevista, programada de mutuo acuerdo, pretende desentrañar los recuerdos de Tisbea para descifrar, a partir de sus palabras, los acontecimientos que, sumados, desvelarán una sola de las infinitas combinaciones que prefiguran alguno de los pasados considerados como “posibles” en el archivo de memoria de la raza humana.

Tisbea. —¿Por qué me cuesta tanto franquear esa bruma que se interpone entre mi percepción de las cosas y las cosas?
Ellos. —¿Qué quieres decir?
Tisbea. —¿En qué momento del experimento sentiré que, de verdad, he caído en el mundo?
Ellos. —Estás en él desde el principio. ¿No te has dado cuenta?
Tisbea. —Yo quiero comprender. Necesito entender. Y, a veces, esa necesidad de entender me priva de la experiencia que compete a los sentidos, me aleja de las mieles de la vivencia instantánea. Quise entender y envejecí desde el principio. ¿Qué tipo de ambición es esa?

[Hasta aquí las notas. Hemos transcrito, a continuación, el contenido de las cintas magnetofónicas allí encontradas].

El problema empezó cuando quise comprender. Pero no comprender a grandes rasgos, como cuando se acepta que la vida sucede sin mayores preámbulos a pesar o en contra de nuestro entendimiento, sino comprender. A preguntarme por el sentido del estar aquí y a querer justificar, con motivos convincentes, el hecho inesperado de mi respiración, mi nombre, mi existencia. A pesar de haber nacido en un tiempo de guerra —en mi esquina natal la guerra es un statu quo inalterable— yo, desde muchos puntos de vista, era una niña privilegiada: tenía, a mi entera disposición, el regazo de mis padres, una manta, una caja de colores, un cuaderno, un cubo de rubik y un vaso de leche cada noche antes de dormir. Pero detrás de ese escenario de gestos suaves estaba la guerra, por todas partes, que es lo mismo que decir que la guerra explotaba de manera recurrente en las portadas de todos los periódicos y tronaba tres veces por día en las noticias de última hora.

El miedo me arrancó de la infancia y, entonces, quise comprenderlo todo. La razón de todo. El sentido de cosas tan sencillas como el color de las naranjas que mi madre, con elástica sabiduría, exprimía para el desayuno de los domingos por la mañana. El miedo, como precursor de todas mis preguntas, hizo de mí una niña callada, una niña sumergida, una niña cuyos ojos muy abiertos no bastaban para alimentar la voracidad de su aterrada curiosidad. Yo lo miraba todo con el ansia de comprender el porqué de su estar en el mundo. Lo miraba todo con la precoz desesperación de una incipiente certeza: las cosas están porque están y casi siempre, funcionan como funcionan, sin que alcancemos un conocimiento total sobre sus causas o sus trayectorias o los sutiles mecanismos de su funcionamiento.

Había preguntas fáciles, preguntas difíciles y preguntas imposibles. Los cuentos que leía (El quijote para niños en edición con ilustraciones, Hans Christian Andersen —lo detestaba—, una preciosa edición de Moby Dick que se convirtió en un amuleto contra las pesadillas al ser puesto, con sigilo, debajo de mi almohada) tenían invierno, verano y otoño. Pero para una niña de siete años nacida en zona ecuatorial que comía mangos todos los días, las palabras «invierno», «verano» y «otoño» no significaban nada. ¿Qué era el invierno? ¿Por qué había invierno? Y, con el correr de los años, ¿por qué el invierno en el norte sucedía cuando era verano en el sur? Esas eran las preguntas fáciles. ¿Por qué siempre vemos la misma cara de la luna? ¿Dónde se esconden las personas pequeñas que están en la televisión? ¿Cómo respiran los caracoles? Esas eran las preguntas difíciles. ¿Por qué estoy aquí? ¿Para qué estoy aquí? ¿Por qué ese niño no tiene zapatos? ¿Por qué esas personas viven en la calle? ¿Por qué siento tanto miedo cuando se me acercan con los gestos tiznados de mugre? ¿Le damos mi mandarina a ese niño, mamá? Yo ya no tengo hambre. Y la guerra tronando en el televisor en blanco y negro —una bien conservada reliquia— que teníamos en casa. ¿Por qué hay tanto ruido? ¿Por qué tantos vidrios rotos? ¿Por qué llora papito, mamá, por qué llora mi padre? Esas eran las preguntas imposibles.

Yo temblaba de terror por la noche y, como no sabía que también los adultos tenían miedo, me sentía sola. Mi silencio tenía el desconcierto tatuado en el rostro, aun antes de que llegaran los años de salir a descubrir el barrio en bicicleta. Esos años no llegaron, la bicicleta se usaba en recintos interiores porque todo, afuera, parecía peligroso. Todos los días podrían haber sido el fin del mundo. La guerra, disfrazada de juegos artificiales y enmascarada con reinados tropicales de belleza, no dejaba de llovernos por encima, como una ceniza lánguida cayendo, de manera premonitoria, sobre nuestras cabezas.

La muñeca de papel. —¿Y qué pasó después?
Tisbea. —¿Después?
La muñeca de papel. —¿Comprendiste?
Tisbea. —Sólo cosas triviales sobre el mecanismo de algunos relojes y lo que significa, lo que realmente significa sin alardes científico-ficcionales, el sintagma «curvatura del espacio tiempo». Poco más. Las preguntas difíciles se quedaron sin respuesta.
La muñeca de papel. —Por eso son preguntas difíciles. ¿Y la guerra?
Tisbea. —Sigue manchándolo todo, con movimiento de ameba, con el mismo sistema fagocitador.

Con el tiempo, la búsqueda de las respuestas más importantes se convirtió en desengaño. Al igual que algunos elementos de la tabla periódica, el miedo en grandes dosis puede resultar tóxico, altamente nocivo para la salud de una persona que lleva completos sus dientes de leche. Las cuestiones “sencillas” de la vida (¿cuáles son?), pueden perder completamente su sitio por causa de la incertidumbre. La incertidumbre lo devora todo. Y, herida de incertidumbre, de imposibilidad de saber si mañana podrá tener los ojos abiertos, una niña empieza a construir pasillos de seguridad en medio de su habitación para salvar de la hecatombe a sus muñecas.

Tisbea. —«Si dios quiere».
La muñeca de papel. —¿Qué has dicho?
Tisbea. —Era lo que todos los adultos decían siempre. Lo impredecible, causa de la suprema incertidumbre, sucedía según el querer de dios.
La muñeca de papel. —¿Qué pasó después?
Tisbea. —Me enfadé con las personas que le endosaban a esa figura misteriosa las responsabilidades soslayadas por pereza. Eran perezosos porque habían renunciado al intento de comprender. Me prometí dejar de hablar hasta que todas mis preguntas hubieran sido satisfechas con respuestas lógicas, es decir, con afirmaciones razonables y dotadas de la suficiente cohesión interna como para no ser contraargumentadas de cualquier manera.
La muñeca de papel. —No me hagas reír. ¿Decidiste convertirte en dios?
Tisbea. —Prefiero que no te burles de mí, aunque puedes hacer lo que quieras. Decidí no hablar hasta poder hablar teniendo cierta certeza de no estar siendo falsa.
La muñeca de papel. —¿Por eso llegaste hasta aquí?
Tisbea. —También por eso.

Al menos en un primer momento, el desengaño tiene dos rutas de salida principales: la ironía y la renuncia. Dado que la ironía es sólo posible cuando el carácter ha alcanzado esa sabrosa madurez que permite resbalar hacia el distanciamiento, y dado que la niña que fui estaba en ciernes para renunciar, opté por el silencio hasta que la decisión pudiera ser tomada sin inconsecuencia.

Me equivoqué, aunque no sea ese el mayor de los problemas. Me equivoqué porque el error siempre compete a todas las opciones de la decisión. Olvidé las palabras que me habrían servido de puente para llegar hasta los otros. Y me perdí en la búsqueda, sin haber afianzado, con migas tiradas por el camino, la posibilidad del retorno. A la altura de mi cumpleaños número ocho, me había convertido en un adulto desengañado y silencioso. Lo demás sería el deseo inaplazable e imposible de volver a caminar hasta esa tersura de párpados cerrados que, sólo en afortunadas ocasiones, puede alcanzar el sueño de la infancia.

La muñeca de papel. —Los señores del experimento toman nota de cada una de tus palabras.
Tisbea. —¿Y me llevarán allí?
La muñeca de papel. —No. Pero traerán lápiz y papel.
Tisbea. —¿Para ir en busca del tiempo perdido?
La muñeca de papel. —Mucho más sencillo que eso. Para que dibujes una bicicleta.

CGG-H
(Salamanca, 27-05-10)

viernes, 21 de mayo de 2010

Danza de Sísifo

Sólo lo difícil es estimulante.
—José Lezama Lima—

Pero está claro que nuestro deber es atenernos a lo que es arduo y difícil. Todo cuanto vive se atiene a ello. Todo en la naturaleza crece y lucha a su manera y constituye por sí mismo algo propio, procurando serlo a toda costa y en contra de todo lo que se le oponga. Poca cosa sabemos. Pero que siempre debemos atenernos a lo difícil es una certeza que nunca nos abandonará.
—Rainer María Rilke—

Lleva cuatro horas escuchando el canto de la primavera en la noche de los pájaros. Está mirando un punto fijo de la oscuridad que llena el horizonte, a través de la ventana. En algún momento ha tomado notas en el papel que, ahora, derrama sus esquinas en el suelo. Ha escrito: «esta oscuridad es una leche que alimenta mi duda». Ha escrito: «todo a esta hora me resulta ajeno». Ha escrito: «tengo miedo de seguir ahondando en mis razones porque es posible que no encuentre ninguna. Ha escrito: «¿en qué creo?», antes de soltar el bolígrafo y detenerse en esa mancha de luz que tiembla en la superficie del río, no el de Heráclito, o tal vez sí, un río literario, un río vivo, un río cualquiera.

Tisbea. —Estoy pensando con los labios apretados pero sé que tú puedes escucharme.
La muñeca de papel. —¿Por qué lo sabes?
Tisbea. —Porque sueles caminar, como una hormiga exploradora de dendritas, sendero adentro por el caracol del oído. ¿Encuentras algo de valor?
La muñeca de papel. —Todavía no estoy segura. Tu armario neuronal está en desorden. Has llenado el cajón con ideas extrañas. Aquí dice: «el vigor verdadero / reside en la cabeza», firmado Vicente Huidobro.
Tisbea. —Creo que no estuve de acuerdo, pero igual la guardé.
La muñeca de papel. —Hay cosas divertidísimas. Escucha: «Nada tiene que ver el dolor con el dolor», firmado Enrique Lihn. O esta: «Yo digo una cosa por otra», firmado Nicanor Parra.
Tisbea. —Creo que no estuve de acuerdo, aunque igual las guardé.
La muñeca de papel. —¿Qué te parece esta otra?: «El tiempo es lo que pasa cuando nada más pasa», firmado Richard Feynman. ¿Y esta?: «el electrón es un punto y un punto es una abstracción matemática. El electrón existe. Tiene carga pero no tiene extensión espacial», firmado Física cuántica; nota tomada en las laboriosas clases de los números que te hacían soñar que el universo era tan perfecto como el misterio de los números primos…
Tisbea. —¡Basta, Cataluna! Déjame, por favor, sumergirme en la inercia de la noche láctea. Deja de abrir cajones. No encontrarás lo que buscas.
La muñeca de papel. —Te equivocas. Aquí hay algo firmado por ti: «Tengo frío», firmado por Tisbea en la noche del lunes, en la noche del martes, en la noche del miércoles, en la del jueves, en la del viernes…
Tisbea. —Siempre tengo frío.
La muñeca de papel. —Al menos eso te salva de ser exactamente igual que un fichero de citas. Aunque los ficheros deben morirse de frío, los pobres.
Tisbea. —Muchas gracias.

Ahora parece estar hablando sola. La mujer-objeto-de-estudio ha arrugado el entrecejo antes de enfocar su mirada en un punto indeterminado sobre la pata de la cama. Ya no mira hacia la oscuridad de la noche y sus ojos delatan un cansancio sobrecogedor. Su cuerpo, inclinado hacia delante, expresa la fallida intención de ponerse en pie para aliviar la tensión. Ese gesto del rostro, esa postura del cuerpo, advierten sobre la incomodidad que campea, a sus anchas, por todas las esquinas de su sistema nervioso.

La muñeca de papel. —¿Por qué tienes miedo?
Tisbea. —Te he pedido que me dejes en paz. Estoy cansada de este diálogo a una sola voz. ¿Qué quieres?
La muñeca de papel. —Insistiré hasta obligarte a contestarme.
Tisbea. —Tengo miedo de seguir ahondando en mis razones porque es posible que no encuentre ninguna.
La muñeca de papel. —¿Motivos? ¿Por qué necesitas motivos?
Tisbea. —¿Alguna vez te has despertado sin ganas de levantarte de la cama, sintiéndote hastiada de la repetición?
La muñeca de papel. —No. Mira, aquí encontré un papel divertidísimo: «Es tan corto el amor y es tan largo el olvido», firmado Pablo Neruda. (Risas). Ahora comprendo.
Tisbea. —¿Te callarás de una vez? Al menos podrías reírte de mí sin hacer tantos aspavientos. ¿Qué es lo que comprendes?
La muñeca de papel. —No hay nada en este fichero que te pertenezca. Aquí sólo hay frases hechas, lugares comunes, palabras que otros dijeron. ¿En dónde estás tú?
Tisbea. —No entiendo la pregunta.
La muñeca de papel. —¿En qué crees?
Tisbea. —No entiendo la pregunta.
La muñeca de papel. —¿Qué es lo que das por verdadero?
Tisbea. —Sigo sin comprender.
La muñeca de papel. —¿Quién eres?
Tisbea. —¿Cómo?
La muñeca de papel. —Más allá de las frases aprendidas, Tisbea, ¿hay algo en ti que seas sólo tú?
Tisbea. —Tengo frío.
La muñeca de papel. —«Es tan corto el amor y es tan largo el olvido», ¿eso qué significa? «Nada tiene que ver el dolor con el dolor», ¿eso qué significa? «Yo digo una cosa por otra», (risas), ¿eso qué significa?
Tisbea. —¿A dónde quieres llegar?
La muñeca de papel. —Estás sola de ti. Cuéntame algo, por favor. Algo que no haya sido dicho. Dime una palabra recién nacida de ti, una palabra engendrada en tu piel y que tenga el color de tus ojos.
Tisbea. —¿En qué creo?
La muñeca de papel. —Yo creo que tienes frío porque no has removido las ascuas de tu fondo. ¿Te parece difícil?
Tisbea. —¿Una palabra recién nacida de mí?
La muñeca de papel. —Es lo más difícil. ¿Puedes ver cómo la luna pinta escamas de agua debajo del puente? Di la luna.
Tisbea. —Es lo más difícil. Pero mis manos han memorizado la forma de unas manos que sembraron mi nostalgia…
La muñeca de papel. —Di la luna.
Tisbea. —Esas manos encajaban en las mías como si yo las hubiera modelado. El olvido no existe. El amor es muy largo.
La muñeca de papel. —Di la luna.
Tisbea. —Sólo creo en la memoria de mis manos.
La muñeca de papel. —¿Y la luna?
Tisbea. —Mis manos ronroneaban sobre sus mejillas. Yo lamía las hebras de su pelo con las lenguas de las yemas de mis dedos.
La muñeca de papel. —¿La encontraste?
Tisbea. —Estaba en una gota de sudor que corría por su sien hasta sus ojos. Estaba en sus párpados cerrados. La luna estaba entera en la redondez de su sonrisa. Rodaba, juguetona, por la sinceridad desnuda de sus brazos.
La muñeca de papel. —La luna temblaba como el filo del agua que anunciaba tu deshielo. ¿A dónde vas?

Se ha levantado de la silla para abrir las ventanas al paisaje de la noche. La oscuridad exuda una tibieza recién inventada y ella, la mujer-objeto-de-estudio, abre, uno a uno, los blindajes de su abrigo. Señores científicos: el observador que escribe estas notas ha visto cómo Tisbea se despoja, antes de empezar a hablar en una lengua sedienta e irreconocible.

Tisbea. —Una palabra engendrada en mi piel y que tenga el color de mis ojos.
La muñeca de papel. —¿A dónde vas?
Tisbea. —Quiero apagar el frío, Cataluna. Abriré las ventanas palmo a palmo.

CGG-H
(Salamanca, 20-05-10)

jueves, 13 de mayo de 2010

Lo fugitivo

huyó lo que era firme y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
—Francisco de Quevedo—

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
—Gustavo Adolfo Bécquer—

Todo cambia. Si digo “todo cambia” me contradigo, en efecto, pues cambiará también la afirmación que certifica un cambio tan rotundo. Contradicciones aparte, todo cambia. Todo cambia pero eso ya lo dijo, de una manera menos contradictoria, Heráclito cuando habló de su famoso río. Y digo Heráclito como si a alguien le importara Heráclito a estas alturas de la historia en la que su nombre sólo es mencionado como un eslogan de culturalismo popular.

Ellos. —¿La tenemos de vuelta? ¿Qué dice?

No importa si le doy o no la razón a Heráclito, sólo importa si me doy la razón a mí misma porque estoy cansada de los argumentos de autoridad. ¿Qué sabía Heráclito sobre nada, a fin de cuentas? ¿Acaso sintió, alguna vez, cómo duelen las manos frías en el frío?

Ellos. —Sí. La tenemos de vuelta. Ha sido un largo viaje. Tisbea, ¿puedes escucharnos?

[La escena es la siguiente: un grupo de homo sapiens vestidos con trajes de fibra sintética —¿son buzos? ¿Son astronautas?— rodea una caja de paredes translúcidas en cuyo interior se adivina una figura de homo sapiens hembra. La caja está conectada a equipos de alta tecnología que ofrecen información constante sobre el estado fisiológico-sicológico-afectivo del objeto de estudio. Hace mucho tiempo el objeto de estudio entró en aquello que los científicos —entrevistados por este narrador extradiegético no omnisciente— llaman estado de suspensión o, lo que es lo mismo, situación de paso no deseado a la dimensión cotidiana de la realidad que excluye las visitas a la intemporalidad de los sueños, la otredad y la ficción. Llevamos mucho tiempo esperándola de vuelta, pero parece que su vida en la superficie la mantuvo distraída de soñar durante muchos días. Esperamos que el experimento no resulte afectado por esta larga ausencia].

Ellos. —Tisbea, ¿Puedes escucharnos?

Heráclito se equivocó. Pero tal afirmación constituye un lugar común en este tiempo en el que todas las revoluciones contraculturales ya han sucedido. Todas menos una, por supuesto. Todas menos la del tiempo al revés. Heráclito, entonces, no se equivocó aunque yo desearía que se hubiera equivocado. Sólo en la física newtoniana el tiempo puede ser negativo, pero en la vida real el tiempo nunca va hacia atrás.

La muñeca de papel. —Te equivocas, Tisbea.
Tisbea. —¿Me hablas a mí? ¿Dónde estabas?
La muñeca de papel. —Esperándote. Debajo de la almohada. ¿Por qué tardaste tanto?
Tisbea. —¿Cuánto tiempo ha pasado?
La muñeca de papel. —Bastante.

La razón es entrópica. O termodinámica. Una cuestión de clinamen. Una desviación que hace que los sistemas tiendan todos al desorden y que, por tanto, impide que las cosas vuelvan a ser como fueron. Creo que te comprendo cuando dices que me equivoco. Sé que estás pensando que el tiempo puede ir hacia atrás en la memoria. Pero la memoria saca eventos del pasado y los pone en el presente sin hacer que el tiempo, el auténtico tiempo… ¿cuál es el auténtico tiempo?

Ellos. —Tisbea, ¿Puedes escucharnos?

Lugares comunes. Tengo llena la boca de lugares comunes. Culturalismo popular y lugares comunes. ¿Has leído a Lucrecio? Dijo cosas parecidas a las que dijo Heráclito. No puedo resistirme a los argumentos de autoridad cuando me salen tantos lugares comunes por la boca, como hormigas, sucede así: abro la boca y digo, zas, un lugar común, que tampoco tendría nada de malo si lo dicho encontrara su lugar en el mundo. Pero nada de lo dicho encuentra su lugar en el mundo cuando el tiempo no es el auténtico tiempo y el tiempo sólo es auténtico cuando tú estás aquí. Cuando tú estabas aquí. Cuando los lugares comunes de mi boca visitaban los lugares comunes de tu boca y, así, entre besos y palabras, éramos más fuertes.

Ellos. —Sigue hablando. La tenemos de vuelta. Tisbea, ¿Puedes escucharnos?

¿Por qué tiene que ser tan difícil? El tiempo, ¿por qué tiene que ser tan difícil? Antes, ayer, cuando yo recién nacía de las manos de quien me amaba (¿me amas todavía?), las horas no existían en ninguno de los relojes que lanzamos, a dueto, por la ventana. ¿Lo recuerdas? Los relojes cayeron al río de Heráclito y, entonces, todo fue redundante. Todo fue absurdo. Todo estaba completo. Era nuestra eternidad, ¿lo recuerdas?

La muñeca de papel. —Lo recuerdo.

Pero tenía que llegar, como siempre llega, la entropía con su larga hoz a cambiarlo todo. Entonces Heráclito dijo sus palabras sobre el río y mi vida se quedó vacía de ti, vacía de tantas cosas que se fueron contigo. ¿Qué sabía Heráclito sobre la añoranza? ¿A quién le importa lo que dijo Heráclito?

Ellos. —Intervengan al objeto de estudio. El modo delirante debe ser evitado durante el experimento. Tisbea, ¿puedes escucharnos?

Yo amé esa tarde que cayó en una noche con sonido de pájaros. Yo amé la luna quieta sobre nuestras bocas que cantaban, a coro, sus lugares comunes. Yo amé la inocencia de aquello que sólo una vez sucedió por vez primera. Algunas cosas cambian salvo el frío de mis manos. ¿Qué pasa con mis manos?

Ellos. —Aumenten la temperatura en el interior de la caja. Tisbea sigue teniendo frío. La tenemos de vuelta, no dejen de cuidarla.

Mi nombre es Tisbea nacida de tus ojos pues sólo soy Tisbea cuando tú me miras. El frío de mis manos me hace invisible. Señores científicos, ¿soy oída? Heráclito era un humorista. Lo del baño imposible en el mismo río puede entenderse si tenemos en cuenta que los ríos del siglo veintiuno han perdido toda su transparencia. Pero, a pesar de todo y de las cuentas que no son regresivas, ¿es posible algún retorno? Tal vez, esa pregunta tampoco es importante. Señores científicos, ¿soy oída?

Ellos. —Tomamos nota, Tisbea, te escuchamos.

Permanecen, en el cambio, las fases de la luna. Permanecen mi añoranza y mi modo de mirar la lluvia detrás de todos los cristales. Señores científicos, cuando todo cambia mucho, puede volver al mismo sitio. Ahora estoy aquí. ¿Puedo intentar la contracultura de pensar el futuro como una forma de pasado? ¿Puedo intentar la contracultura del olvido de futuro sin ponerme pesimista? Mi futuro es el pasado hacia el que camino, en círculos de memoria, hacia nuestro lugar común, hacia el espléndido tópico de las manos que se rozan, que se abrigan, que alguna vez y para siempre, se encontraron. Señores científicos, ¿soy oída?

Ellos. —Te escuchamos.
Tisbea. —¿Puedo esperar aquí hasta que regresen todas las golondrinas? ¿Puedo ponerme un par de guantes mientras tanto?

CGG-H
(Salamanca, 13-05-10)

Seguidores