Entendemos que escribir es un acto pecaminoso.
-Augusto Monterroso-

jueves, 27 de mayo de 2010

Bruma quebrada

y el temor de haber sido y un futuro terror…
—Rubén Darío—


¿Cómo entrar en tu alma rompiendo sus hielos?
¿Cómo hacerte sentir para siempre vencida la muerte?
¿Cómo ahondar en tu invierno, llevar a tu noche la luna,
poner en tu oscura tristeza la lumbre celeste?
—José Hierro—

[La mano de un observador extradiegético ha consignado en el cuaderno de notas las siguientes palabras]:

Son las seis de la tarde. Tisbea ha acudido, con nerviosa prontitud, a su primera entrevista “verdadera” con el grupo de científicos. Una vez sentada —su perfil recortado sobre la luz que cae a raudales por la ventana—, ha enlazado sus manos para disimular el ligero temblor que delata su timidez. La mesa es perfectamente circular y evita, de antemano, cualquier atisbo de distribución jerárquica. En el centro de ese círculo de madera hay un aparato de grabación de voz. Esta entrevista, programada de mutuo acuerdo, pretende desentrañar los recuerdos de Tisbea para descifrar, a partir de sus palabras, los acontecimientos que, sumados, desvelarán una sola de las infinitas combinaciones que prefiguran alguno de los pasados considerados como “posibles” en el archivo de memoria de la raza humana.

Tisbea. —¿Por qué me cuesta tanto franquear esa bruma que se interpone entre mi percepción de las cosas y las cosas?
Ellos. —¿Qué quieres decir?
Tisbea. —¿En qué momento del experimento sentiré que, de verdad, he caído en el mundo?
Ellos. —Estás en él desde el principio. ¿No te has dado cuenta?
Tisbea. —Yo quiero comprender. Necesito entender. Y, a veces, esa necesidad de entender me priva de la experiencia que compete a los sentidos, me aleja de las mieles de la vivencia instantánea. Quise entender y envejecí desde el principio. ¿Qué tipo de ambición es esa?

[Hasta aquí las notas. Hemos transcrito, a continuación, el contenido de las cintas magnetofónicas allí encontradas].

El problema empezó cuando quise comprender. Pero no comprender a grandes rasgos, como cuando se acepta que la vida sucede sin mayores preámbulos a pesar o en contra de nuestro entendimiento, sino comprender. A preguntarme por el sentido del estar aquí y a querer justificar, con motivos convincentes, el hecho inesperado de mi respiración, mi nombre, mi existencia. A pesar de haber nacido en un tiempo de guerra —en mi esquina natal la guerra es un statu quo inalterable— yo, desde muchos puntos de vista, era una niña privilegiada: tenía, a mi entera disposición, el regazo de mis padres, una manta, una caja de colores, un cuaderno, un cubo de rubik y un vaso de leche cada noche antes de dormir. Pero detrás de ese escenario de gestos suaves estaba la guerra, por todas partes, que es lo mismo que decir que la guerra explotaba de manera recurrente en las portadas de todos los periódicos y tronaba tres veces por día en las noticias de última hora.

El miedo me arrancó de la infancia y, entonces, quise comprenderlo todo. La razón de todo. El sentido de cosas tan sencillas como el color de las naranjas que mi madre, con elástica sabiduría, exprimía para el desayuno de los domingos por la mañana. El miedo, como precursor de todas mis preguntas, hizo de mí una niña callada, una niña sumergida, una niña cuyos ojos muy abiertos no bastaban para alimentar la voracidad de su aterrada curiosidad. Yo lo miraba todo con el ansia de comprender el porqué de su estar en el mundo. Lo miraba todo con la precoz desesperación de una incipiente certeza: las cosas están porque están y casi siempre, funcionan como funcionan, sin que alcancemos un conocimiento total sobre sus causas o sus trayectorias o los sutiles mecanismos de su funcionamiento.

Había preguntas fáciles, preguntas difíciles y preguntas imposibles. Los cuentos que leía (El quijote para niños en edición con ilustraciones, Hans Christian Andersen —lo detestaba—, una preciosa edición de Moby Dick que se convirtió en un amuleto contra las pesadillas al ser puesto, con sigilo, debajo de mi almohada) tenían invierno, verano y otoño. Pero para una niña de siete años nacida en zona ecuatorial que comía mangos todos los días, las palabras «invierno», «verano» y «otoño» no significaban nada. ¿Qué era el invierno? ¿Por qué había invierno? Y, con el correr de los años, ¿por qué el invierno en el norte sucedía cuando era verano en el sur? Esas eran las preguntas fáciles. ¿Por qué siempre vemos la misma cara de la luna? ¿Dónde se esconden las personas pequeñas que están en la televisión? ¿Cómo respiran los caracoles? Esas eran las preguntas difíciles. ¿Por qué estoy aquí? ¿Para qué estoy aquí? ¿Por qué ese niño no tiene zapatos? ¿Por qué esas personas viven en la calle? ¿Por qué siento tanto miedo cuando se me acercan con los gestos tiznados de mugre? ¿Le damos mi mandarina a ese niño, mamá? Yo ya no tengo hambre. Y la guerra tronando en el televisor en blanco y negro —una bien conservada reliquia— que teníamos en casa. ¿Por qué hay tanto ruido? ¿Por qué tantos vidrios rotos? ¿Por qué llora papito, mamá, por qué llora mi padre? Esas eran las preguntas imposibles.

Yo temblaba de terror por la noche y, como no sabía que también los adultos tenían miedo, me sentía sola. Mi silencio tenía el desconcierto tatuado en el rostro, aun antes de que llegaran los años de salir a descubrir el barrio en bicicleta. Esos años no llegaron, la bicicleta se usaba en recintos interiores porque todo, afuera, parecía peligroso. Todos los días podrían haber sido el fin del mundo. La guerra, disfrazada de juegos artificiales y enmascarada con reinados tropicales de belleza, no dejaba de llovernos por encima, como una ceniza lánguida cayendo, de manera premonitoria, sobre nuestras cabezas.

La muñeca de papel. —¿Y qué pasó después?
Tisbea. —¿Después?
La muñeca de papel. —¿Comprendiste?
Tisbea. —Sólo cosas triviales sobre el mecanismo de algunos relojes y lo que significa, lo que realmente significa sin alardes científico-ficcionales, el sintagma «curvatura del espacio tiempo». Poco más. Las preguntas difíciles se quedaron sin respuesta.
La muñeca de papel. —Por eso son preguntas difíciles. ¿Y la guerra?
Tisbea. —Sigue manchándolo todo, con movimiento de ameba, con el mismo sistema fagocitador.

Con el tiempo, la búsqueda de las respuestas más importantes se convirtió en desengaño. Al igual que algunos elementos de la tabla periódica, el miedo en grandes dosis puede resultar tóxico, altamente nocivo para la salud de una persona que lleva completos sus dientes de leche. Las cuestiones “sencillas” de la vida (¿cuáles son?), pueden perder completamente su sitio por causa de la incertidumbre. La incertidumbre lo devora todo. Y, herida de incertidumbre, de imposibilidad de saber si mañana podrá tener los ojos abiertos, una niña empieza a construir pasillos de seguridad en medio de su habitación para salvar de la hecatombe a sus muñecas.

Tisbea. —«Si dios quiere».
La muñeca de papel. —¿Qué has dicho?
Tisbea. —Era lo que todos los adultos decían siempre. Lo impredecible, causa de la suprema incertidumbre, sucedía según el querer de dios.
La muñeca de papel. —¿Qué pasó después?
Tisbea. —Me enfadé con las personas que le endosaban a esa figura misteriosa las responsabilidades soslayadas por pereza. Eran perezosos porque habían renunciado al intento de comprender. Me prometí dejar de hablar hasta que todas mis preguntas hubieran sido satisfechas con respuestas lógicas, es decir, con afirmaciones razonables y dotadas de la suficiente cohesión interna como para no ser contraargumentadas de cualquier manera.
La muñeca de papel. —No me hagas reír. ¿Decidiste convertirte en dios?
Tisbea. —Prefiero que no te burles de mí, aunque puedes hacer lo que quieras. Decidí no hablar hasta poder hablar teniendo cierta certeza de no estar siendo falsa.
La muñeca de papel. —¿Por eso llegaste hasta aquí?
Tisbea. —También por eso.

Al menos en un primer momento, el desengaño tiene dos rutas de salida principales: la ironía y la renuncia. Dado que la ironía es sólo posible cuando el carácter ha alcanzado esa sabrosa madurez que permite resbalar hacia el distanciamiento, y dado que la niña que fui estaba en ciernes para renunciar, opté por el silencio hasta que la decisión pudiera ser tomada sin inconsecuencia.

Me equivoqué, aunque no sea ese el mayor de los problemas. Me equivoqué porque el error siempre compete a todas las opciones de la decisión. Olvidé las palabras que me habrían servido de puente para llegar hasta los otros. Y me perdí en la búsqueda, sin haber afianzado, con migas tiradas por el camino, la posibilidad del retorno. A la altura de mi cumpleaños número ocho, me había convertido en un adulto desengañado y silencioso. Lo demás sería el deseo inaplazable e imposible de volver a caminar hasta esa tersura de párpados cerrados que, sólo en afortunadas ocasiones, puede alcanzar el sueño de la infancia.

La muñeca de papel. —Los señores del experimento toman nota de cada una de tus palabras.
Tisbea. —¿Y me llevarán allí?
La muñeca de papel. —No. Pero traerán lápiz y papel.
Tisbea. —¿Para ir en busca del tiempo perdido?
La muñeca de papel. —Mucho más sencillo que eso. Para que dibujes una bicicleta.

CGG-H
(Salamanca, 27-05-10)

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