Entendemos que escribir es un acto pecaminoso.
-Augusto Monterroso-

sábado, 3 de enero de 2009

El abrazo de Moebius


Pero no obstante viviendo ese brevísimo momento como si de él dependiera algo importante o no importante, o sea esos encuentros fortuitos, esas conjunciones, cómo calificarlas, en que nada sucede, en que nada requiere explicación ni se comprende o debe comprenderse, en que nada necesita ser aceptado o rechazado, ¡oh!

Augusto Monterroso
(«Navidad. Año Nuevo. Lo que sea», en Movimiento Perpetuo)

De pronto, al amanecer, se acabó el olor de coliflores hervidas, el Sena se detuvo, y yo era el único ser viviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente de Saint-Michel, sentí los pasos de un hombre, vislumbré entre la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar, y en el instante en el que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando.

Gabriel García Márquez


Tras la pantalla de mi ventana, la mujer caminaba con lentitud de lluvia en un día diferente.

[En treinta y uno de diciembre, los individuos de la especie humana que habitan el planeta Tierra celebran el cambio de un número a otro. Esta celebración puede ser prueba de que dicha especie de bípedos ha alcanzado un nivel alto en la secuencia evolutiva de los organismos vivos, puesto que su sentido de la realidad está regido por la elaborada abstracción conceptual de un sistema numérico que, entre otras cosas, utilizan para contar el tiempo. Es curioso cómo dicho sistema numérico que, por su naturaleza progresiva, es rigurosamente lineal ha sido adaptado para enumerar una trayectoria que siempre vuelve al punto de partida. Curiosidades de estricta arrogancia científica, como las anteriores, llenaban la cabeza de Tisbea esa mañana. Así apunta Tisbea, en sus notas al día treinta y uno del mes doce del año dos mil ocho según la cuenta del mundo occidental y su era cristiana]:

Mi único pensamiento entre las nueve y las once de una mañana, con un sol sucio y diluido en bruma, había sido algo como esto: «Bah, Noche Vieja, tonterías. Un día cualquiera. A quién se le ocurre celebrar que la Tierra ha dado una vuelta más en torno a su eje y, de manera simultánea, ha completado un recorrido elíptico en torno al sol, con el sol en uno de sus focos. A quién se le ocurre celebrar algo que ha sucedido de la misma manera tantos millones de veces». Mi mezquino pensamiento sólo buscaba evadir la certidumbre de que era treinta y uno de diciembre y que desde niña me habían acostumbrado a que ese día, a las doce de la noche, las personas recibían abrazos. Mi ventana está situada a diez mil kilómetros de mar de los abrazos posibles y yo estaba dispuesta a dejar que las fiestas pasaran por encima de mí o, lo que es lo mismo, por fuera de la ventana. En esos pensamientos estaba cuando la vi caminando, mezclados sus ojos con la lluvia finísima de la que ella no separaba sus lágrimas. No pude evitar seguirla con la mirada, porque parecía que la lluvia venía toda en su lentitud. Una chica joven, de rasgos orientales, lloraba. Para demostrarme, tal vez, que el frío del que yo intentaba protegerme era menos frío que el suyo.

«[...] y en el instante en el que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando».

Una chica de rasgos orientales en Salamanca y un hombre en París son la misma escena debajo de la bruma a más de cuarenta años de distancia.

[Y Tisbea vuelve a pensar en el tiempo que es la cuenta de una vuelta de planeta en su elipse, ella piensa en el giro que siempre vuelve a comenzar o en el tiempo que da vueltas y que siempre se repite en las situaciones que, tarde o temprano, se repiten para todos. ¿Por qué enloqueces así, Tisbea? Tisbea padece desmesura de mecanismos mentales como estrategia de evasión al dolor de su nostalgia, ¿seguimos en sus notas leyendo?]:

No paró de llover. El último día del año, el día en que, sin que nadie se dé cuenta, la Tierra completa una órbita elíptica con el Sol en uno de sus focos a una velocidad que marearía a cualquiera (y nadie te felicita, ¡oh, bola gigante y achatada en lo polos, por dar vueltas y vueltas con tanta precisión!), ese día salí a caminar bajo el silencio de una lluvia desierta. Todos se habían metido en sus casas a tomar las uvas, a beber su cava, a abrazarse. ¿Y la chica de rasgos orientales? El agua plastificaba el asfalto de la noche derretida en risas de tocador. Caminé con los zapatos encharcados y recordé esa historia que me contaba mi padre cuando yo estaba muy pequeña, ese fragmento de su vida cuando él, cargando con la responsabilidad de una hija por nacer, había realizado todos sus trayectos a pie en una Bogotá extensa y lluviosa, padeciendo el agua filtrada por las agotadas suelas de su único par de zapatos. Entonces yo fui la misma escena de mi padre.

Una chica de rasgos colombianos en Salamanca y un hombre en Bogotá son la misma escena debajo de la lluvia a más de treinta años de distancia.

[Y Tisbea vuelve a pensar en el tiempo que es la cuenta de una vuelta de planeta en su elipse. ¿Por qué enloqueces así, Tisbea?, ¿seguimos en sus notas leyendo?]:

Entre mi ridículo paraguas y mis zapatos empapados, de repente, comprendí. En una esquina de la calle, junto a la puerta de una casa, un hombre adulto sostenía —casi levantaba— a un anciano entre sus brazos. Mejilla contra mejilla el hombre le repetía al anciano, “feliz año nuevo, papá, he venido para verte”. La dulzura posible entre esos hombres contuvo mi aliento. Caminé muy cerca de ellos mientras entendía el secreto de los abrazos. Y me dije a mí misma, «celebran una vuelta más entre las incontables vueltas de todas esas masas de materia que se distribuyen en el universo. Una vuelta más. Pero una vuelta más para todos los que seguimos contando la vuelta de manera más o menos unánime. Porque hay cosas que, tal vez, importan más que la vuelta, Tisbea. Importa, me dije, haberla completado, como quien termina lo que empezó y se celebra a sí mismo y se siente satisfecho y busca en el compañero de viaje una sonrisa de simpatía, Tisbea, un abrazo».

Pasada la lluvia tuve suerte de llegar a tiempo para cenar con amigos a los que abracé con fuerza. Pero todo el camino estuve buscando a la chica que lloraba debajo de la lluvia, preguntándole a la gran elipse del azar si me la encontraría, y pensando ¿cómo te diría, hermana de vida repetida y tan distante, como te diría en tu lengua «Feliz Año»?

Una mujer de rasgos orientales en Salamanca y una mujer de rasgos colombianos en Salamanca son la misma escena debajo de la lluvia, en cualquier día del calendario.

CGG-H
(Salamanca, 3-01-09)

1 comentario:

kandre dijo...

La historia de Tisbea, un 31 de diciembre de cualquier año, me hace entender lo que los demás entienden...el 31 de diciembre es un dia de abrazos, de cercania...y tu, hermana, que tan lejos te sientes, estás tan cerca de nuestra alma, no solo los 31 de diciembre sino todos los 364 dias del año restantes.
Que buena historia... Me encanto.

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